Columna: La responsabilidad de la democracia real
Hablar sobre el largo camino que ha debido recorrer nuestro país para volver a disfrutar de la democracia, se ha vuelto tan cliché como lo es criticar la calidad de la democracia que vivimos. La enumeración permanente de las contradicciones de nuestra sociedad, que de manera tan armoniosa se funden con nuestro sistema de gobierno, pareciera causarnos un placer casi morboso, una sensación que con sutil electricidad nos hace agudos y nos pone en la vereda de los iluminados que pueden ver más allá. No digo con esto que la observación no sea aguda o que sea en alguna forma reprochable el que cualquier simple mortal quiera disfrutar, aunque sea por un rato, la caricia de la iluminación. Sin embargo, con sabiduría nos ha enseñado nuestra moral cristiana que rendirse al placer termina siendo más un camino cierto a la perdición, que un boleto a las puertas del cielo.
La democracia como concepto, y según la RAE, es entendida como: 1. Doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno. Y 2. Predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado. Como elementos centrales tenemos entonces al pueblo, al gobierno y a la política. Por ende cuando hablamos de democracia, en realidad de lo que hablamos es del grado – real o deseable – de intervención que el pueblo tiene en su propio gobierno, o en el sistema de gobierno que ha elegido. Sistema de gobierno que es político. Las acepciones del concepto Política son muchas y complejas, pero para el caso rescato dos grandes enfoques, complementarios a mí entender. Una concepción ética, que dice relación con entender a la política, arte o ciencia, como la forma en que el poder público es utilizado para el bien del grupo – estado, nación, pueblo – y otra, desde una óptica más estructural, como la del ejercicio del poder. Siendo así, podemos entender a la política como el poder al servicio de la gente, que es la acepción más coloquial del término. Volviendo a la democracia, entonces podemos decir que es el grado de participación que buscan las personas en su gobierno, con el fin de incidir en la política que sostiene y operativiza ese gobierno.
Siguiendo esta lógica, podemos decir que el descontento de la ‘gente’ hoy con la actual calidad del sistema democrático, no sería con el sistema democrático como tal, sino con el grado de participación al que tiene acceso, o mejor dicho, con la poca injerencia que el grado de participación que tiene, le otorga en la definición del elemento político inherente al sistema. Más de fondo aun, el problema es el poder y la capacidad de ejecución que ese poder puede dar, o no dar, cuando no se tiene en la medida adecuada.
Ahora, si entendemos el poder como la plasmación de la capacidad de injerencia que se tiene en definirlo, en términos de estado, podemos llegar a la concepción más clásica de democracia, que vendría a ser el poder de la mayoría. Entonces, la democracia sería la capacidad que tiene la mayoría de definir la forma en que el poder es utilizado para el bien común. Así, el estado mientras se preocupe de respetar la decisión – poder – de la mayoría, estaría cumpliendo su función de velar por el bien común. Esta concepción deja en evidencia un problema, que es qué pasa cuando el bien de la mayoría no resulta ser el bien para todos. O incluso, qué pasa cuando el respeto por la decisión de unos pocos, termina siendo más provechoso para la mayoría, que la misma opinión de la mayoría.
El poder no es democrático. El poder es una herramienta que permite mantener viva a la democracia, en la forma de darle a los que la componen la capacidad de determinar de qué manera esa democracia logrará mejor sus fines. Siendo una herramienta, aunque a veces lo parezca, el poder no tiene vida propia, sino que es utilizado, compuesto, por personas.
Si el poder son las personas, ese poder como tal hará suyas todas las magnanimidades y bajezas de las que las personas son capaces. Así es que el poder, ante todo, es ideológico. El poder está orientado y sostenido por la ideas. Y la más poderosa de todas las ideas imaginables, es la idea del bien. El poder busca el bien, siempre. El poder ansía el bien por sobre todo y en esa búsqueda es capaz de causar los males más terribles.
Nuestro sistema político es la democracia. Lo que buscamos con este sistema político es permitir la inherencia del ‘pueblo’ en los asuntos de su propio gobierno. Lo hacemos a través del respeto por la opinión de la mayoría y esa mayoría es la que genera el poder suficiente para que el sistema de gobierno se mantenga vivo. Parece simple. En los libros se ve simple. Somos 10 personas, si 6 votamos que sí y 4 que no, la decisión es sí. Simple. Sin embargo, qué pasa cuando esos 4 que dijeron no, siguen creyendo que la mejor decisión era no y se niegan a aceptar la decisión contraria? He aquí uno de los problemas centrales de este sistema y es que para que sea eficiente, exige que quienes participan en él, respeten el acuerdo de mayoría, ya sea si son parte de ella o no. Así que en esta dinámica se van creando las mayorías relativas, los poderes siempre ideológicos que pujan por llegar a imponer su concepción de bien por sobre las otras concepciones de bien y que se mantiene en una tensión constante dentro del sistema.
En un sistema democrático existen miles de pequeños poderes buscando convertirse en grandes poderes, legítimamente. Miles de personas unidas por ideas comunes, que generan intereses comunes y mundos comunes. Existe un estado que debe ser consiente de esos miles de poderes y ponderarlos en su justa medida y según su justa relevancia.
La democracia como tal, por ende, nos exige entender que estos poderes existen. Es más, nos exige entendernos como parte de esos muchos poderes en permanente pugna. También nos exige reconocer nuestra renuencia humana de no aceptar de buena gana la opinión contraria, pero también a aceptar el derecho del otro a tenerla.
La democracia nos exige comprensión, en el sentido de comprender. La convivencia humana nos exige comprender mínimamente la existencia del otro como diferente a mí. Pero qué significa esto. Hasta qué punto, nosotros, como ciudadanos, como seres políticos, comprendemos.
Criticamos el sistema democrático, o la calidad de nuestro sistema democrático, por no cumplir con las expectativas que de él tenemos. Por ende, criticamos el que no recoge de manera eficiente las opiniones que consideramos válidas y mejores para lograr el bien común. Queremos más participación. Queremos más poder. Sin embargo, hasta qué punto somos participantes en la construcción de ese poder que exigimos.
Nuestra democracia es representativa. Elegimos representantes que llevan nuestra voz hasta las instancias superiores y a los que les reconocemos, por el acto del voto, la calidad suficiente como para que interpreten y trasmitan nuestro sentir, en donde de manera individual no podemos llegar. Mediante el acto del voto, en una elección democrática, ese acto pequeño pero la base de nuestra democracia, validamos el sistema y al estado en sí mismo. Tan relevante es ese acto, que tendemos a equiparar democracia con elección. A equiparar participación democrática como voto. Por ende, a mayor elección, mayor democracia. Pero resulta que hoy el problema surge porque no consideramos que el acto del voto y la figura de la elección nos provean del poder que necesitamos o ansiamos. Criticamos el sistema porque quienes nos representan, sentimos que no lo hacen y a veces hasta pretendemos quitarle legitimidad.
Pero, la participación democrática, es votar?
Volviendo a lo que planteaba al inicio, nos solazamos con la crítica, con ese placer dulce que nos provoca identificar el error en el otro o en lo otro y olvidamos que el conocimiento es una responsabilidad.
La participación democrática nos exige responsabilidad. El hacerse poseedor de un conocimiento nos exige la responsabilización del mismo y la acción que acarrea esa responsabilización.
Nuestra democracia está llena de contradicciones, de inequidades y de carencias. Pero si a la democracia la creamos y sostenemos todos, entonces quienes están llenos de contradicciones y carencias somos nosotros. Estamos viviendo una crisis, que no es del sistema político, es nuestra. Exigimos participación en las grandes esferas, pero no participamos en las esferas que nos son propias y cercanas. Dejamos de lado el aporte en la junta de vecinos, en el sindicato, en las agrupaciones. Como seres políticos, como militantes de un partido político, no participamos de la dinámica interna de nuestras propias colectividades, no generamos un debate que lleve a una construcción, siquiera pequeña, de la sociedad que queremos, sino que reaccionamos a lo que nos permiten esos mismos que criticamos. Y el problema es más complejo, cuando en vez de hacer nuestra parte en el gran juego de la vida en sociedad, preferimos criticar a quienes si lo intentan, a quienes si buscan participar y se organizan.
Todos hablamos del pueblo y de justicia, pero de qué pueblo y de qué justicia hablamos. El que piensa diferente a nosotros es pueblo. El que tiene una visión distinta de sociedad es pueblo. Nuestro gobierno, es nuestro gobierno.
Nos quejamos del candidato que viene a pedirnos el voto y luego se olvida del votante. Del candidato que tenido el puesto se olvida de quienes lo eligieron y enarbola sus colores sin importar los colores de quienes formaron su arcoíris, sin embargo lo hacemos sentados en nuestra casa, preocupados de nuestras cosas, exigiendo que ‘alguien’ haga algo frente a tanta injusticia. Ese alguien no existe, porque ese alguien somos nosotros mismos.
La democracia real no se construye solamente a través del voto. La elección como tal es un mecanismo, que no funciona en el vacío. Para que una elección sea sinónimo de democracia, debe necesariamente contar con la participación de personas con conciencia democrática. Conciencia que se forma a través de la participación constante y comprometida.
Me puedo yo quejar del candidato que no cumple si me hizo una promesa y yo le di el voto y después me olvidé, si no me preocupé de si asistía al congreso, de si cumplía con su semana distrital, de si nunca le pedí una audiencia para recordarle su promesa, de si no evalué si lo que prometió era posible de cumplir y no solo me dejé llevar por la bonitas palabras.
Y en la misma línea, puedo criticar una reforma, educacional por ejemplo, si no me he dado el trabajo mínimo de estudiarla, de informarme, de debatir, de analizar.
Es deber del gobierno informar. Sí. Puedo criticarlo por no hacerlo adecuadamente. Sí. Puedo dar como argumento que no sé, si no he buscado la información.
El ciudadano como tal tiene el deber de informarse. Es el principio básico de la ley. El militante político no tiene solo el deber, sino la obligación directa de hablar con fundamento.
La construcción de la democracia que queremos pasa por asumir el desafío de ser parte de ella, de participar conscientemente de los procesos, de estudiar y argumentar con la cabeza, asumiendo de partida la posibilidad de la equivocación, pero la gran opción del aprendizaje.
Ariel Toledo Ojeda
PRSD LOS RIOS